Aquel Rallye de Portugal…

| 13/07/2014

 

Pasaban las dos de la madrugada de un frío día de marzo. No teníamos ni la más remota idea de dónde estábamos. Buscábamos sin cesar alguna referencia que coincidiera con las indicaciones que nos mostraba aquella revista… pero en medio de la nada, perdidos en los mil y un cruces y carreteras comarcales de aquella zona rural, la situación llevaba el camino de concluir en gesta sin buen fin. Un desastre, vamos.

Las pocas casas que pasaban frente a nosotros no eran más que espectros; ni un solo signo de vida. La oscuridad era total y solo el débil haz de luz de nuestro modesto coche nos daba pistas muy acotadas de cuál era el camino que seguíamos, poco más. Nuestra luz y la de algún que otro vehículo cargado de gente que, como centellas, cruzaban frente a nosotros.

“Decidido!, nos reengachamos detrás de alguno y ya veremos”, le digo a mi compañero de viaje, hastiado de dar vueltas y a punto de tirar la toalla por lo que estaba siendo una singladura sin rumbo.

La suerte quiso que la “liebre” escogida fuese un desvencijado modelo tipo pick-up al que no perdimos de vista. Él fue nuestro guía… y también la salvación porque, llegados a un cruce, lo que se intuía como una larga hilera de vehículos aparcados a ambos lados de la carretera nos confirmaba que, ahora sí, habíamos encontrado el principio de nuestro destino. El “subidón” de moral nos despertó del estado de aletargamiento en el que habíamos estado sumidos durante la última hora de viaje.

Podéis creerme, aquella fila paralela de vehículos era muy larga. No tengo otro recuerdo similar en mi vida; y no solo por eso. Si te parabas un segundo y mirabas hacia los lados, tras aquellos automóviles de todos los tipos volvías a adivinar entre la oscuridad la silueta de ¿decenas?, ¡que va!, ¡centenares de tiendas de campaña! También personas, miles, envueltas en mantas y pululando como almas en pena en medio de aquellas carpas de colores que se repetían una y otra vez como una cinta sin fin conforme avanzábamos metros con nuestro coche.

La senda por la que transitábamos, ya de tierra, ascendía y nuestra preocupación se incrementaba… ¿cuánto quedará hasta al destino? Por primera vez después de muchas horas decidimos bajar la ventanilla y preguntar.

“Está a unos 800 metros, por ahí” nos dijo en perfecto portugués aquel chico, apuntando hacia la nada; un fondo completamente negro. ¡Decidido! -por segunda vez, yo- aquí nos quedamos, dormimos y ya veremos…

Los nervios y la agitación de la gente a nuestro alrededor nos despiertan apenas dos horas después. ¡Nos vamos!. Emprendemos camino, ahora andando, siguiendo la precisa orientación de aquel buen samaritano que se apiadó de nosotros. Y esa oscuridad absoluta, tras la que ni antes ni ahora podíamos ver nada, tenía su explicación. Los 800 metros que nos quedaban hasta nuestro objetivo eran monte arriba, zigzagueando por lo que parecía un camino muy roto…

Alcanzamos nuestra meta, y no porque la viésemos sino porque un nuevo tumulto de gente nos impedía seguir avanzando. Poco más sabíamos, porque aún faltaba un buen rato hasta el amanecer. Sentados y ateridos de frío -qué gran idea la manta del resto de la gente- una vez más maldecimos la absoluta falta de previsión por nuestra parte y las prisas en tomar una decisión suicida sin ningún tiempo para la reflexión o, al menos, para la consulta a alguien experimentado en este tipo de “aventuras”.

Afortunadamente, al alba descubrimos lo que iba a ser un día soleado… y una porción de camino de tierra que, justo bajo nuestro pies, encajonado entre dos enormes taludes, formaba una prominente joroba. Hemos venido al tuntún y parece que hemos acertado.

Para entonces el público a nuestro alrededor ya era numeroso. No sabría contar, pero varios cientos de personas nos rifábamos cada centímetro cuadrado de terreno, comiéndonos mutuamente un espacio vital que si en otras circunstancias incomodaría, aquí tenía su justificación y hasta su aprovechamiento calórico en un ambiente que no debía pasar de los 6 grados de temperatura.

Una nueva y eterna espera precedió a un primer momento de máxima excitación con el paso -raso- de varios helicópteros. No podías evitarlo. Aunque tratases de calmarte, el nerviosismo general terminaba por afectarte. Para mitigarlo quien más quien menos daba pequeños saltitos con los pies juntos, las manos en los bolsillos y la cabeza encogida en el cuello de la chaqueta, perdiendo la vista hacia el horizonte lejano en la búsqueda de una señal…

… y ésta apareció. En forma de estela de polvo serpenteante y que reptaba por las hendiduras del terreno a una velocidad inusitada. De repente, y como si aquel cometa fuese producto de una explosión, una nueva onda expansiva provocaba la excitación general. Si mirabas en dirección a la serpiente de polvo podías observar perfectamente como avanzaba hacia ti la ola que se formaba con cientos de personas apretujándose contra la cuneta y girando la cabeza al unísono… una ola que, cuando alcanzaba tu altura, de nuevo no podías evitar y te dejabas arrastrar…

Pronto llegó una tercera, más enérgica que la anterior y que te impedía ver el horizonte ante la cantidad de brazos que se agitaban en el aire, mientras el griterío general amortiguaba lo que parecían ser las detonaciones de un motor.

Excitación, confusión, el corazón latía al máximo de pulsaciones… ¿qué pasa?, ¿qué es?, ¿dónde está?… y en una fracción de segundo, ¡PAM!

El mundo se detiene… de repente dejas de escuchar el ensordecedor barullo, no sientes frío, ni la presión de la gente que se agolpa junto a ti. Te conviertes en parte de una instantánea. Se ha parado el tiempo y un vehículo de marcado color rojo vuela sobre el manto de tierra y piedras como puños. Habías visto saltos; nunca así. Ese coche flota en el aire, estático, sin hacer ruido. Ves en detalle la cara desencajada -con la boca abierta y los ojos perdidos en algún punto del infinito- del piloto de este caza de combate que no parece querer aterrizar nunca…

Tan impactante fue ese instante que desde aquel momento me ha quedado grabado a fuego como una fotografía mental que recordaré toda mi vida.

(Tommi Makinnen – Mitsubishi Lancer Evo VI en el Rallye de Portugal de 2000, tramo Fafe – Lameirinha)

 

 

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